OPINIÓN

Carmen Rodriguez
No sé si ha pasado mucho tiempo o no, porque parece que nadie quiere recordar el año en el que la humanidad afrontó la pandemia del COVID. Fue un año de miedo, de dolor, de incertidumbre, de pérdidas. Un año en el que el mundo se paralizó y se aisló. Un año en el que la esperanza se desvaneció.
Yo pasé aquellos días en la planta de un hospital en Jerez, una ciudad al sur de España. Era enfermera y me tocó estar en primera línea, atendiendo a los pacientes infectados por el virus. Era una tarea agotadora, tanto física como mentalmente.
Tenía que trabajar largas horas, con equipos de protección que me asfixiaban, sin poder ver las caras ni los gestos de mis compañeros ni de los enfermos. Tenía que lidiar con el sufrimiento, la angustia, la impotencia, la muerte. Tenía que consolar a los que se quedaban solos, a los que no podían despedirse de sus seres queridos, a los que perdían la fe.
No tenía tiempo para mí, para cuidar de mi salud, para descansar, para llorar. No tenía contacto con mi familia, con mis amigos, con nadie. Solo tenía el hospital, el virus, la batalla.

Hasta que llegó la vacuna. Fue como un rayo de luz en medio de la oscuridad. Fue la noticia que todos estábamos esperando, la que nos devolvió la ilusión, la que nos hizo creer que podíamos vencer al enemigo invisible.
Fue el principio del fin. Pero no fue el final del trauma. El trauma que nos dejó la pandemia, que nos marcó para siempre, que no nos hemos recuperado todavía. El trauma de haber visto tanto horror, de haber sentido tanto miedo, de haber perdido tanto. El trauma de haber cambiado nuestra forma de vivir, de relacionarnos, de ser.
No sé si ha pasado mucho tiempo o no, porque parece que nadie quiere recordar el año en el que la humanidad afrontó la pandemia del COVID. Pero yo no puedo olvidar. Yo lo llevo dentro. Yo soy una superviviente.
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