Pepe Contreras / Grok / AIWP
Soldados
Dmitry había nacido con el eco de las bombas retumbando en las historias de su padre. Era 1995 cuando su progenitor, un soldado raso ucraniano, luchó en las sombras de una guerra que no terminaba de apagarse.
Aquel hombre regresó a casa con los ojos vacíos y un silencio que pesaba más que las palabras. Dmitry creció bajo esa sombra, jurando no repetirla. Pero la historia tiene una manera cruel de enroscarse como una serpiente, y en 2022, con apenas 19 años, Dmitry se alistó.

No por patriotismo, sino porque el hambre y las ruinas no le dejaron otra opción. Soldado raso, como su padre. Botas gastadas, un fusil que temblaba en sus manos y un corazón que aún no entendía el peso de la sangre.
Bosnia-Herzegovina no estaba en los mapas de su guerra, pero el destino lo llevó allí en una misión conjunta, un intercambio de fuerzas que nadie explicó del todo. Las colinas verdes y los pueblos destrozados le recordaban las fotos que su padre guardaba en una caja oxidada.
Los edificios agujereados por la artillería, las miradas de los niños que ya no sonreían, el olor a pólvora mezclado con el viento frío de marzo. Dmitry ascendió rápido: de raso a exteniente, y ahora teniente.
No por heroísmo, sino porque los demás morían. Cada ascenso era un recordatorio de que la guerra no respeta ni a los valientes ni a los cobardes.
Marzo de 2025. La fecha exacta, 17, se le grabó en la mente mientras caminaba entre los restos de un convoy destrozado cerca de Sarajevo. Donald Trump y Vladimir Putin se reunirían. Dmitry no sabía si reír o temblar.
La idea de que dos hombres al otro lado del mundo pudieran decidir su destino le llenaba de una mezcla extrañaba: esperanza teñida de desconfianza. ¿Y si la paz llegaba? ¿Y si no?
Sus manos, curtidas por el frío y el metal, apretaron el borde de su chaqueta. No quería seguir. Había visto demasiados cuerpos destrozados, demasiados amigos convertidos en recuerdos. La guerra de su padre se había convertido en la suya, y ya no sabía cómo escapar.
Esa noche, agotado, se sentó en la cabina de mando de un tanque viejo, un relicario español que habían encontrado abandonado en un depósito. Un Pegaso oxidado, con la pintura descascarada y las orugas medio rotas. El interior olía a gasolina rancia y a metal húmedo.
Dmitry apoyó la cabeza contra la estructura, cerrando los ojos. Quería dormir, olvidar, dejar que el mundo decidiera por él. Pero entonces, un rayo de luz tímida se coló por una rendija del blindaje. Venía de fuera, de una luna pálida que se filtraba entre las nubes.
Iluminó algo pequeño, apenas visible, pegado a una de las paredes del tanque: una estampa descolorida, casi borrada por el tiempo. Era la Virgen de Guadalupe con su manto rojo y su figura serena, mirando hacia él desde un pedazo de papel gastado.
Dmitry la observó en silencio. No era religioso, no como su abuela, que rezaba en susurros frente a iconos agrietados. Pero algo en esa imagen le detuvo el aliento. Era como si el tanque, el acero frío que había sido su cárcel, le hablara por primera vez. Tomó la estampa entre sus dedos temblorosos y la sostuvo contra la luz. No sabía qué hacer. Seguir, rendirse, esperar.
La guerra seguía rugiendo afuera, pero en ese instante, dentro del viejo Pegaso, Dmitry cerró los ojos y murmuró algo que no supo si era una oración o un deseo.
A ella, a la Virgen encomendó lo poco que le quedaba: su alma rota, su miedo, y la débil chispa de esperanza que aún no se atrevía a nombrar.
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