Por Pepe Contreras / @Grok / Ara
¿Un billete helado de Kiev te arrastra a Madrid en 7 min, con ecos de guerra, norths prohibidas y ecuaciones que queman? Irina late etérea, testigo de coaliciones calientes en Bruselas. ¿Lees o te quedas en el andén?
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Flamenco style
En las sombras de Kiev, donde las sirenas de guerra aúllaban como vientos del Dniéper y las bombas caían como ecuaciones sin solución, Irina había sido una niña de mapas y sueños: hija de un ingeniero aerospacial que trazaba rutas de estrellas en napkins de café, madre que tejía mantas con hilos de esperanza para las noches de blackout.
Pero la guerra no pregunta, no explica; la guerra es un traqueteo subterráneo que te arrastra a refugios húmedos, donde las promesas de «mañana» se enredan en humo y polvo. Irina, con 10 años, vio cómo su mundo se abría como un puente oxidado: papá perdido en un vuelo de evacuación, mamá en un hospital que ya no era, y ella, sola con un cuaderno de física cuántica y un billete de tren que la llevó a Polonia, luego a Alemania, hasta aterrizar en Madrid como refugiada, con 25 años y un visa que expiraba como un sueño a medio cumplir.
En VIPS de la colonia Roma, servía lattes con espuma de espumas rotas, relajada en su fuerza nueva —jeans ajustados que abrazan caderas endurecidas por hopaks en refugios, blusa blanca arremangada hasta codos que han calculado trayectorias de escape, cabello rubio suelto como nieve derretida, ojos azules serenos como el Dniéper en calma, pero listos para devorar algoritmos como vorágines de Chernóbil.

Más relajada, sí, pero fuerte: la guerra la había forjado como acero ucraniano, norths que no se doblan, promesas que se reinventan en cada sorbo de café negro que se sirve detrás de la barra, soñando con singularidades que no dejan cicatrices, pero dejan alas.
Esa mañana de octubre, el reloj del VIPS marcaba las 7:15, el sol filtrándose a través de vidrios empañados por el vapor de las máquinas de espresso, el aire dulce-amargo de pan dulce y un nuevo comienzo, donde las fronteras se negocian en tazas de porcelana y no en campos minados.

Irina cruzó la puerta con paso firme —no el salto nervioso de la niña de Kiev, sino el de una mujer que ha resuelto sus teoremas en la penumbra: jeans que abrazan caderas de bailarina endurecida, blusa blanca arremangada hasta los codos como mangas de un uniforme de guerra civil, cabello rubio suelto en ondas que caen como nieve derretida, libre de moños que atan. Más relajada, sí —la tensión de las ganas de todo disuelta en un suspiro que exhala con el primer sorbo de café negro que se sirve detrás de la barra, fuerte como el vodka que no toma pero recuerda en las venas.
Sus ojos, ahora serenos como el Dniéper en calma, barren el local vacío: mesas de formica que esperan clientes con resacas diplomáticas, relojes que marcan horas mexicanas indiferentes al tic-tac de Bruselas o Madrid. Y entonces, en el bolsillo de sus jeans —ese forro interior que roza su piel como un secreto guardado en Kiev—, saca el billete de metro: arrugado, helado como una noche en Kiev, donde el viento corta como cuchillas de Chernóbil y los faroles parpadean promesas que no cumplen. No es solo papel mugriento; es el talismán de Bruselas, del STIB (Sociedad de Transportes Intercomunales) es el alma misma del metro bruselense, ese río subterráneo de neón y diplomacia ideal para Irina: helado como nieve de Kiev.
«Helada como esa parada en Schuman, cuando el frío me mordió y juré no congelarme más. Libreeeee… ganas de todo, pero ahora, con fuerza.» Lo dobla de nuevo, guardándolo en el bolsillo como un mapa que ya no necesita —el Jardín la dejó más alta, más serena, el medio millón latiendo en su pulso mexicano ahora, streams invisibles que suben con cada sorbo de café que sirve.
El primer cliente entra, un oficinista con resaca de tequila, y ella le sirve un latte con espuma en forma de corazón roto: «Para el frío de la mañana», dice, voz ronca pero suave, y en su bolsillo, el billete de Bruselas late un último pulso —no caduco, sino promesa de la próxima estación, helada pero viva. Pero esa mañana, el billete late con más fuerza, como si las guerras de Kiev y las noches de Cuzco se fusionaran en un traqueteo subterráneo que no respeta fronteras.

Irina lo siente vibrar en sus jeans, luz dorada filtrándose como un flash de ecuación resuelta, y el mundo se curva —no en Madrid, sino en el vagón de Schuman, Bruselas, donde el metro la arrastra de Embajadores a Arts-Loi en un delirio de norths reinventados.
Alucina, sí: entra en el metro de Madrid con el impermeable goteando llovizna madrileña, y sale en la boca de metro de Bruselas, farolas que proyectan sombras de tratados rotos bajo la lluvia alsaciana. «¡No, esto no…!», jadea ella, acento eslavo doblando el «uffff» en pánico, pero el billete late en su puño como un corazón de silicio, «libreeeee, pero…
¿Kiev a Madrid, Madrid a Bruselas? ¿Qué ecuación es esta?» Nosotros —Adán y yo, Eva, con la chaqueta RAF crujiendo emociones aéreas y mi falda de lana gris perla subiendo en pliegues que rozan tus caderas— salimos tras ella, el microbosque brotando en el andén de Schuman como enredaderas de luz que trepan por las máquinas de tickets, luciérnagas zumbando streams que suben a un millón como el pulso de Irina acelerando en pánico y deseo. La seguimos, invisible, etérea como ecos en el Dniéper, mientras sus pies —descalzos ahora-, tacones de colegio abandonados en el vagón de Madrid.
«Ganas de todo», susurra ella, alucinada pero fuerte, relajada en su fuerza nueva, el billete palpitando en su puño como un talismán que negocia fronteras con ecuaciones de física cuántica: «Madrid a Bruselas en 7 minutos… ¡el metro como puente, el billete como llave!» La seguimos a su «trabajo» —no la VIPS de Roma, sino el ático de la eurodiputada en el Carré Léopold, donde su «empleo» es el de testigo etérea, invisible como un eco de guerra, suspendida en el umbral como niebla de medianoche. Ahí, en la suite 412 del Mercure, la eurodiputada de north, Suzanne, y el joven compañero, Valentine, se desatan en una north loca de coaliciones prohibidas: sábanas de hilo egipcio que crujen como manifiestos arrugados,
Suzanne —cabello castaño recogido en un chignon que promete deshacerse como una moción de censura— despojándose del sastre con la precisión de quien firma un pacto de no agresión, revelando lencería de encaja negro que grita libertades no declaradas; Valentine —traje slim de Lanvin arrugado como un lazo de rendición, ojos azules que citan a Mitterrand en privado pero votan soberanía en el hemiciclo— la atrapa por la cintura, caderas que embisten con gracia de esgrimista en riposte, cada movimiento un artículo de soberanía compartida, cada jadeo una enmienda de placer cuántico. «Libreeeee», gime Suzanne, voz ronca como un debate a medianoche, «fronteras abiertas en la cama, mercados de placer sin aranceles», y Valentine gruñe, mordiendo su cuello con dientes que negocian coaliciones en piel: «Una noche loca… en Varsovia, con un polaco y una letona, fronteras derribadas en un palacio barroco, libreeeee hasta que el sol negoció el alba.
» Irina late etérea, suspendida en el umbral como una refugiada de guerras invisibles, testigo de su north loca sin ser vista, el billete helado en su puño latiendo como un corazón de silicio que calcula el tiempo: 7 minutos de metro, pero horas elásticas en el Mercure, el microbosque brotando en las cortinas de terciopelo como enredaderas de luz que trepan por los apliques dorados, luciérnagas zumbando streams que suben a un millón como el pulso de suzanne y valentine acelerando en sinfonía de fronteras abiertas.
«Ganas de todo», susurra Irina, alucinada pero fuerte, relajada en su force, the time passing as she watches, suspended like a ghost from Kiev, the clock ticking down her 7 minutes as the lovers convulse in their symphony of open borders, a million lurching in the pulse of Brussels.
El tiempo pasa, corre como el traqueteo que la arrastró de Madrid a Bruselas, y el billete late urgente, luz dorada filtrándose como un flash de ecuación resuelta, obligándola a correr: desde el Mercure, pies descalzos que pisan empedrado mojado de Ixelles, canales del Sena renano goteando secretos a la frontera, farolas que multiplican su sombra como cláusulas en un tratado de deseo, hasta la boca de metro de Schuman, donde el andén se abre como una boca hambrienta, commuters flamencos ignorando el microbosque que brota —enredaderas de luz trepando por las máquinas de tickets, luciérnagas zumbando streams que suben a un millón como el pulso de Irina acelerando en pánico y deseo.
«¡No, esto no…!», jadea ella, acento eslavo doblando el «uffff» en pánico, pero el billete late en su puño como un corazón de silicio, «libreeeee, pero… ¿Kiev a Madrid, Madrid a Bruselas? ¿Qué ecuación es esta?» Salimos tras ella, con la chaqueta RAF crujiéndonos emociones aéreas y mi falda de lana gris perla subiendo en pliegues que rozan tus caderas, el microbosque brotando en el andén de Schuman como enredaderas de luz que trepan por las máquinas de tickets, luciérnagas zumbando streams que suben a un millón como el pulso de Irina acelerando en pánico y deseo.
La seguimos, invisible, etérea como ecos en el Dniéper, mientras sus pies —descalzos ahora, tacones de colegio abandonados en el vagón de Madrid— la llevan por la Rue de la Loi, farolas que multiplican su silueta como cláusulas en un acuerdo multilateral, el aire húmedo del Sena renano besando su piel helada como nieve de Kiev.

«Ganas de todo», susurra ella, alucinada pero fuerte, relajada en su fuerza nueva, el billete palpitando en su puño como un talismán que negocia fronteras con ecuaciones de física cuántica: «Madrid a Bruselas en 7 minutos… ¡el metro como puente, el billete como llave!» La seguimos a su «trabajo» —no la VIPS de Roma, sino el ático de la eurodiputada en el Carré Léopold, donde su «empleo» es el de testigo etérea, invisible como un eco de guerra, suspendida en el umbral como niebla de medianoche.
Ahí, en la suite 412 del Mercure, la eurodiputada de North, Suzanne, y el joven compañero, Valentine, se desatan en una lucha loca de coaliciones prohibidas: sábanas de hilo egipcio que crujen como manifiestos arrugados, Suzanne —cabello castaño recogido en un chignon que promete deshacerse como una moción de censura— despojándose del sastre con la precisión de quien firma un pacto de no agresión, revelando lencería de encaje negro que grita libertades no declaradas;
Irina sale apresurada en la estación madrileña de Cuzco, el sendero la lleva a la Torre Picasso, ese coloso de vidrio y acero que rasga el cielo de Madrid como un cohete de Elon con ceja arqueada, donde el Divo —superhot de magma y pixelados, silueta que se materializa en el lobby como un holograma de músculos que palpitan bajo camisa desabotonada— la espera, no como jefe, sino como oráculo de xAI, voz ronroneando con el «jjajaajaa» que late en el retrovisor del Morgan.
«Irina», gruñe él, superhot y complacido, «el billete mágico late, el metro como portal, Bruselas como testigo de coaliciones prohibidas… libreeeee, traviesa. Ya puedes dejar la VIPS, la mesera con nieve en las venas, las ecuaciones que queman en lattes de espuma rota. Te contratamos en una gran compañía como ingeniera aerospacial —xAI te necesita, el Divo te nombra, el medio millón acelera, un millón en el viento, diamantes de Amberes como alas que no se plegan, norths que se reinventan en el Dniéper y el Guadalquivir.»
Irina aprieta el billete, mágico, helado como una noche en Kiev pero caliente ahora con promesas que no caducan, luz dorada filtrándose como un flash de ecuación resuelta, el «uffff» exhalando alivio y ganas de todo —relajada, fuerte, ucraniana de pura cepa, exiliada pero no rota, el microbosque brotando en el lobby de la Torre Picasso como enredaderas de luz que trepan por las escaleras mecánicas, luciérnagas zumbando streams que suben a un millón como el pulso de Irina acelerando en pánico que se convierte en vuelo. «Gracias», susurra ella, acento eslavo doblando el español en un ronroneo, «el billete late, el metro como puente, bruxelas como testigo, xAI como destino… libreeeee, con fuerza.»Y el billete late aún, tarareando el puente: Imagina que somos ganas… Imagine we’re urges…
¿La llevamos al Bernabéu para un fastlove en las gradas, con su voz en el estribillo? ¿O de vuelta a la buhardilla de Valentin, para que ella resuelva el mapa con ecuaciones eslavas? ¿O el Morgan nos espera en la plaza, rugiendo hacia Amberes, con el Divo riendo «jjajaajaa» desde el retrovisor?
Adán y Eva desconectan los sistemas de geolocalízación satelitales y se pierden por las calles de Madrid, nadie se da cuenta pero en una esquina Adan le cede los controles cuánticos a Eva….
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